Por Pbro. Didier
Munsiensi Mawete.
La alegría del profeta se expresa así: levántate Jerusalén, resplandece
¡Ha venido tu luz, y la gloria del Señor esta sobre ti! (Is 60, 1) El profeta
nos recomienda de salir de nuestros encierros, nos muestra la luz que nos viene
a iluminar, esta luz es la gloria del Señor.
La Iglesia no debe de creer que brillará con su propia luz. San Ambrosio
decía: la Iglesia se parece de verdad a la luna, que brilla no con su propia
luz, pero si con la de Cristo. La luna
tiene su resplandor del sol de justicia. La Iglesia puede iluminar el mundo en
la única condición de ser ella misma iluminada por Cristo. (Jn 12, 8)
Todos necesitamos de esta luz que nos viene de lo alto. Ella nos ayuda a
responder coherentemente a la llamada que hemos recibido: estamos todos
llamados y enviados a anunciar el evangelio de Cristo. No se trata de hacer el
proselitismo en obligar a la gente de convertirse. Ser misionero es, sobre
todo, ser iluminado por Dios y reflejar la misma luz. Desde luego nuestra
misión es hacer resplandecer la luz de Cristo. Es lo que el mundo espera de
nosotros. Porque el mundo necesita conocer esta luz, es decir conocer el rostro
del Padre Celestial.
San Pablo experimentó la fuerza de esta Luz en
su camino de damasco. Desde entonces él entendió que todas las naciones están
asociadas a la misma herencia, al mismo cuerpo, a la misma promesa en Jesucristo,
mediante el anuncio de la Buena Nueva
Volviendo a las Escrituras, el profeta Isaías
pregona la gran procesión hacia la Luz. Los reyes magos originarios del oriente
son los primeros de esta misma procesión que no se interrumpe. En todas las
épocas los hombres, mujeres, viejos, jóvenes y niños siguen la Estrella, donde
se encuentra el Niño lleno de ternura de Dios. Los magos representan los
hombres y mujeres de todo el universo, a la búsqueda de Dios. Ellos nos indican
el camino por donde estamos invitados a caminar. Han buscado la luz de verdad,
después de haber visto la estrella, se pusieron a caminar, y siguiendo la
estrella llegaron a encontrar el verdadero Dios
En su camino, los magos han encontrado retos.
En Jerusalén, fueron al palacio del rey Herodes con la intensión de que el
nuevo rey debería nacer en el palacio
real. Sin embargo, es ahí que perdieron la estrella. Lo que vieron en el
palacio fue un rey orgulloso, ávido de poder, que piensa no más que eliminar a
los que él considera como sus rivales. Ciertamente, en este palacio los magos
atravesaron momentos de oscuridad y desolación. Porque en este tipo de lugar la
estrella no puede brillar.
En Belén, Encontraron al niño pequeño con
María su madre y San José. Pudieron caer en tentación de rechazar la pequeñez
de este rey. Al contrario, se echaron a sus pies, postrándose ante el Niño
Jesús. Es el Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús, que les ayudo a reconocer
que Dios no se manifiesta como los portentosos de este mundo, más bien Él viene
a nosotros en la humildad de su amor. Un amor grande y poderoso, pero humilde.
Esta buena nueva nos encuentra hoy en nuestro
mundo: vivimos a nuestro alrededor las guerras, las injusticias, los tráficos
de armas, el trato de personas… Son los pequeños y débiles que son las primeras
víctimas. Si buscamos a Jesús, es a estos pequeños a quienes debemos volver. El
nacimiento de Jesús nos presenta un camino diferente de la mentalidad mundana.
Es el camino de anonadamiento de Dios.
La epifanía nos hace entrar en el
misterio de la grandeza de Dios manifestado en la pequeñez del Niño que
encontramos en cada nacimiento; pequeñez que domina sobre la arrogancia vacía
de los poderes humanos.
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